¿Quiénes serán aquellos luminosos? Aquí en el pueblo nunca los habíamos visto. Deben de ser forasteros y de los forasteros hay que fiarse hasta un cierto punto. Ponerlos a prueba, interrogarlos… No, señor, mis compañeros, en seguida, a las primeras palabras, han levantado los brazos como alas y han salido corriendo como el viento.
A decir verdad, aquellos hombres no parecían ni hombres como nosotros. Tenían la cara y los vestidos iluminados, sin que pudiera entender de dónde venía la luz. No se llevaban linternas, el fuego estaba apagado y luna no hay. Y, sin embargo, parecía que tuvieran delante un fuego más que ardiente. Podrían ser espíritus del Señor, pero también podrían ser fantasmas o, peor todavía, demonios que ruedan de noche.
En cambio, estos cabreros se han quedado allí, con la boca abierta, escuchando, y se lo han tragado todo en seguida. ¿Y que han sabido? Que allá abajo, en aquella gruta, ha nacido un Rey. Pero, por lo que he aprendido en los setenta años que hace que estoy en el mundo, los reyes nacen en los palacios de las ciudades y no en las cuadras, en medio de las porquerías de los animales.
Y parece ser que este Rey desciende nada menos que de David y es Hijo de Dios. Pero nuestro Adonai, que yo sepa, no tiene hijos: es el Señor único, creador del cielo y de la tierra y no hay otros dioses fuera de Él. En cuanto a la familia de David, después de mil años y pico, mucho me temo que no quede de ella en la tierra ni sombra. Y ésos corren, como locos perseguidos, para ir a ver el milagro. Sin embargo, también yo quiero ir allá abajo: nunca se sabe…
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